Incursiones en el "género negro". Franco Sampietro
Artículo publicado en esta dirección. Muy útil por su claridad para poder completar la tarea de escribir el cuento policial.
El denominado "género negro", en el cine y la literatura, recibe ese
mote por su dual condición de "género duro": el pesimismo de sus
mensajes, lo rígido de los códigos en que esos mensajes se dicen. En tal
sentido, abandera un espacio dominado por sentimientos tales como la
farsa, la sospecha, el cinismo y lo fatal; desenvueltos en ciudades
perversas poseídas por la traición y el desencanto. Sus historias
conllevan un sabor amargo y las relaciones entre los personajes están
siempre mediatizadas por el interés de poseer dinero o una parcela de
poder; las otras personas no son más que un medio para lograrlo y la
mentira es el pan de cada día: allí todo es falso.
Allí los
asesinos deambulan como si nada por la calle -son personas corrientes- y
también acechan sujetos acusados de un crimen que no cometieron, sobre
quienes recae todo el peso de un andamiaje institucional inoperante y
falso. Son seres ambiguos, asqueados y conflictivos: casi un antihéroe.
Animales nocturnos sin que por ello el público no se identifique, se
lanzan ciegamente hacia el encuentro de los hechos y su brutalidad
produce nuevos crímenes, que al final se resuelven por la suerte. Tómese
el caso de Raymond Chandler, acaso su cima en la pluma: Marlowe es casi
un cowboy en la city; por otra parte, no existe héroe del rubro, ya sea
detective, periodista, maleante o policía fracasado, que no reciba una
paliza y a su turno haga lo mismo: en el momento crucial se juega solo y
lo hace poniendo el cuero.
Los tópicos
A la par de
sus recios varones arrecian sus mujeres: númenes nocturnos, rostros
tensos en cuerpos rotundos u obscenamente angelicales; demasiado de
carne y hueso o patéticamente espectrales: al margen de la ley o de este
mundo, son la femme fatale dispuesta para lo trucho (Laura, El cartero
llama dos veces, La dama de Shangai, La jungla de asfalto, Los
sobornados, para el caso del cine, introdujeron de ese modo un arquetipo
inolvidable de puta).
Para ellos hace falta una sociedad
compleja, donde las apariencias engañen, las tramas del poder sean
oscuras y la relación de cada sujeto con la violencia -y la demencia-
esté mediada por un halo de normalidad aparente; un espacio donde cada
callejón puede ser el último, los muelles invitan a la zambullida final y
el departamento es sitio para reuniones inesperadas (escena típica: él
entra un segundo descuidado y lo aguarda allí una visita nefasta).
La paranoia es su ideología, hace suyo el aforismo de Poe (el padre del
policial): "El universo es la conjura de Dios". Reina, en suma, una
ecuación donde la circulación de dinero regula la suma de las relaciones
y los contratos posibles. A falta de plata, el motor de la acción es la
promesa de sexo. Sexo-dinero por una parte, se complementa con otra
equivalencia: política-crimen: cuatro elementos que tejen una trama
donde el que busca se empantana en una historia que no es la suya y que
debe desbastar sin escrúpulos antes de que se le venga encima.
Y
está el problema del logos. El género negro no desprecia al logos, más
bien sospecha que al fin y al cabo la verdad reside en las palabras...
el asunto es que todos mienten. La razón es simple: el que dice la
verdad se compromete; de modo que se habla mucho y a la vez se dice
poco. La verdad siempre se ubica en lo no dicho; es entonces que se la
saca a las trompadas. Ahora bien, si en el relato policial clásico (o a
la inglesa) el modelo básico del discurso es el monólogo: Holmes que se
lo explica al azorado Watzon; Poirot que lo desembrolla en el careo; y
la apoteosis: el preso Isidro Parodi -inventado por Borges y Bioy- que
deduce los casos en base a datos que le acercan a la celda, es decir en
el sumun de lo abstracto: matemáticamente. En el negro, por el
contrario, el resultado se resuelve por la suerte. Como opina Ricardo
Piglia, en las reglas del policial clásico lo que sobresale es el
fetiche de la inteligencia pura, valorada como herramienta omnipotente
del pensamiento de los correctos e imbatibles personajes encargados de
proteger la vida burguesa. Comparando esos principios, es natural que el
relato negro resulte "ilegible", "salvaje", porque si en el policial
las cosas se deciden a partir de una secuencia lógica de análisis,
hipótesis, deducciones, en el otro son los acontecimientos los que
llevan las riendas.
Tampoco falta la tentación fascista -no
sólo porque el racismo de Chandler sea más notorio que su pasión por los
gatos-, dado el culto a la violencia, a la fuerza bruta, al
individualismo, al desprecio por los débiles y algunas minorías; la
innecesariedad de la muerte; la exaltación del héroe aún cuando se trate
de un jacho corrompido y cínico. Tanto énfasis, produjo en Bukowski la
mejor caricatura del género en la novela Pulp (nombre del archipopular
"papel de pulpa" en que circulaban en los 50’); y la celebrada película
Pulp Fiction es casi lo propio, lo mismo que Roger Rabbit. Además,
existe en Bolivia la novela magistral de Alison Speding, El viento de la
cordillera, suerte de thriller ambientada en El Alto de los ’80, que
encaja en el modelo, y que en más de un sentido es perfecta.
Siguiendo a Piglia, son textos para ser leídos como síntomas, más allá
del grado de conciencia de sus inventores. Es decir, generan lecturas
contradictorias: su terrible cinismo es un crítico implacable. Les basta
definir un personaje, describir un ambiente, hurgar en el pasado de una
familia honorable, para desenterrar toda la mugre del planeta. Campean
distintos espacios de la dinámica social, desde el lumpen que vende la
vida de otros (revelando su escondite) por unas pocas monedas, hasta el
policía psicótico o el abogado corrupto, incluidas aquellas rémoras y
lacras que poseen determinados intereses políticos: implícitamente
-acaso inconscientemente- cuestionan de un modo corrosivo la institución
de la Justicia. Su génesis lo corrobora: Los asesinos, el cuento de
Hemingway que juega lo mismo que Los crímenes de la calle Morgue de Poe,
contiene ya los códigos del negro. Son dos sórdidos matones que llegan a
Chicago a matar a un ex boxeador al que no conocen, y en ese crimen que
no se explica ni se descifra (y que aparenta una versión bastarda de un
esquema armonioso y "fino") está ya el nuevo enfoque ("de mal gusto") y
la técnica narrativa futura: predominio del diálogo, relato de
conducta, acción espontánea, escritura directa y objetiva.
Tómese el caso exquisito del cine, sobre todo después de 1945:
prevalecen los espacios cerrados (idóneos para el trabajo de la
psicología) y las salas de espejos (que dilatan lo obsesivo); hay una
ausencia de líneas horizontales (las oblicuas y verticales producen
mayor tensión compositiva del cuadro); marcos divisorios como puertas,
ventanas y cortinas (que ocultan amenazas); columna sonora de ruidos
urbanos: frenadas de gomas, teléfonos sonando para nada, disparos al
vacío, silencios notorios y pasos impredecibles: un jánico estilo
psicológicamente realista/visualmente abstracto. Si a ello se suma el
fin del happy end, se adquiere un objeto de agudas distorsiones para el
contexto. Para redondear: autores que no eran necesariamente
revolucionarios -más bien oportunistas; reaccionarios muchos- generaron
un producto más convulsivo que la mayoría de las estéticas de choque;
amén de su eficacia cuantitativa: cuánto más público acapara.
La ciudad como cárcel
Y un último elemento: la noción de la ciudad como una cárcel. Tómese
Casablanca: Rick Deckar (Bogart más duro que nunca) y un grupo de
refugiados atrapados en un antro marroquí en el fragor de la Segunda
Guerra (cueva de ladrones, criminales e indocumentados) esperan el
salvoconducto para volar a Lisboa. Su mundo se ha vuelto insoportable
como consecuencia del enfrentamiento bélico y esa caterva de ambiguos no
quiere sacrificios: no aguarda más que un modo vil de salir de esa
realidad de hierro. Hay otro "Rick", más actualizado, que no tiene
escapatoria: el cine de Blade Runner es más negro y los años no han
pasado en vano. Atrapado en Los Angeles del 2.019, el valiente
melancólico que corre por el filo de la navaja no tiene opciones. Está
atrapado en la Tierra, mientras los privilegiados han podido emigrar a
Marte; no hay avión a Lisboa y sólo resta sobrevivir entre la basura.
Harrison Ford es un duro detective desfasado, taciturno y de gabardina
en la mugre del siglo XXI, un mundo superpoblado y decadente. Su tarea
es perseguir a los Nexus 6, la última generación de androides
humanoides. El pecado de "los replicantes" (los robots) es el de todo
existencialista: querer saber quién es, de dónde viene, cuánto tiempo le
queda y por qué, y finalmente revelarse contra la falta de respuestas.
Cualquier coincidencia entre los replicantes y uno mismo es intencional y
tiene un efecto desbastador en nuestra cabeza. Por otro lado, el runner
no tiene ni siquiera el privilegio de un enemigo al cual poder
identificar a las claras con el mal; la melancolía de As the time goes
by ha sido reemplazada por los sonidos inquietantes de Vangelis sobre el
paisaje de Los Angeles reflejado en una pupila, sobre la que irrumpen,
como espasmos, llamaradas de fuego.
Las dos son arquetipos del
género y una y otra son mitos que no dejan de brillar; Casablanca de
Michael Curtis y Blade Runner de Ridley Scott (basada en la novela del
mítico -y místico- Philip K. Dik, ¿Sueñan los androides con ovejas
eléctricas?) son películas nacidas de la destrucción y la decadencia, y
sin embargo, sus personajes son más reales que en la vida real. Sus
situaciones, asimismo, no son más inverosímiles que las de la guerra
antiterrorista, las crisis globales de la periferia, el consumismo del
primer mundo o la paranoia de las metrópolis del tercero: espacios
descompuestos de gente alterada sin chance de escapar de la marginación,
la locura y la miseria, gobernada por una TV que refleja la tristeza y
la neurosis del planeta, y una pesadilla política a lo Kafka. ¿Quién
inventa una salida?
Franco Sampietro
No hay comentarios:
Publicar un comentario