"Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron por un mar que tenía cinco lunas de anchura y aún estaba poblado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula. Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, pero son embelecos fraguados en la Boca." "Fundación mítica de Buenos Aires" Jorge Luis Borges
viernes, 25 de mayo de 2012
lunes, 14 de mayo de 2012
El eclipse, de Augusto Monterroso
Cuando fray
Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La
selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su
ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso
morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el
celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se
encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían
a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho
en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el
país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó
algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció
en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de
su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un
eclipse total de Sol. Y dispuso, en lo más intimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis
-les dijo- puedo hacer que el Sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo
miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que
se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después
el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la
piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un Sol eclipsado),
mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa,
una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y
lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en
sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
domingo, 13 de mayo de 2012
Gracias y desgracias... de Quevedo
Para poder conectar información y tener una idea más cercana de lo que sucedía históricamente en la época de la conquista, decídí trabajar este texto de uno de los escritores más brillantes y potentes de la literatura española: Francisco de Quevedo.
Como el propósito de este año es visitar el humor en la literatura, pueden leer las Gracias y desgracias del ojo del culo
Como el propósito de este año es visitar el humor en la literatura, pueden leer las Gracias y desgracias del ojo del culo
domingo, 6 de mayo de 2012
Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar al muerto)
I
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
IIEl primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
-Yo no -dijo el primer portugués.
-Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
-Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.
III
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
IV
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
-Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
-Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
-¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
V
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
-Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
-Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
-Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.
VI
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
-Yo tampoco -dijo el primer portugués.
-Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
-El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
VII
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
-Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
-La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
-Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
VIII
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
-Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
-Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
-Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
IX
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
-Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
-Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
-Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
X
-Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
-Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
-Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
-Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.
XI
-Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
-¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
-No, señor -dijo Daniel Hernández.
-¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
-Sí, señor -dijo Daniel Hernández.
XII
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.
Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el
muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta
para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro.
Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no
tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el
brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía
que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al
darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco
en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se
mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para
mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por
completo al rodar por el pavimento húmedo."
"El asesino usó un arma de muy reducido calibre,
un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en
sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una
tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que
localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan
pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso
sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte
posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad.
Por lo tanto es el culpable."
El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.
FIN
El árbol de la buena muerte. Héctor Germán Oesterheld
María Santos cerró los
ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol.
Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban
la luz rojiza del sol. Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor
para su cumpleaños. Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de
malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar
todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara,
encontrara instalado el banco al pie del árbol. María Santos sonrió agradecida;
el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión
como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando
se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado. Tuf-tuf-tuf. Hasta María
Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la
anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de
Carlos. El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas
estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos
quería construir. María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido
inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Laico, el ingeniero
aquel; Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y
no les hacía faltar nada. ¿No les hacía faltar nada? Una punzada dolida borró
la sonrisa de María Santos. El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de
muchos soles y de mucho trabajo, se nubló. No. Carlos podría hacer feliz a
Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por
televisión. No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...
Porque María Santos no se adaptaría nunca —hacía mucho que había renunciado a
hacerlo—, a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí
se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mejor que en la Tierra; de acuerdo con que
allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con
que la vida en la Tierra
era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan
diferente!... ¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún
"panadero" volando alto!
—¿Duermes, abuela?
—Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco
cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa, la insistencia
de Roberto; no acostumbraba ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros
sin acordarse de que ella existía. Pero, claro, eso era de esperar; la
juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser
joven. Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente
Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado,
haciéndola hablar de la
Tierra. Claro, Roberto, no conocía la Tierra; él había nacido en
Marte, y las cosas de la Tierra
eran para él algo tan raro como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido
las cosas de Buenos Aires —la capital—, tan raras y fantásticas para María
Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el
pueblito de Catamarca. Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos,
de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de
Saavedra, a siete cuadras de la estación. Roberto le hizo describir ladrillo
por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que
estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no
se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban
barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más
allá.
Todo le interesaba a
Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que
explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían...
¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy,
Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por
eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa
terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta. Da gusto
verlos: ya no son jóvenes pero están contentos. Más contentos que de costumbre,
con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez,
como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido
comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto. Tuf-tuf-tuf... El
tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la
mano; María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy
cansada. Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su
Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al
pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota
que se estira por todas partes: por los lugares rotos afloran las rocas,
siempre angulosas, siempre oscuras. Algo pasa delante de los ojos de María
Santos. Un golpe de viento quiere despeinarla. María Santos parpadea, trata de
ver lo que le pasa por delante. Allí viene otro. Delicadas, ligeras estrellitas
de largos rayos blancos... ¡"Panaderos"! ¡Sí, "panaderos",
semillas de cardo, iguales que en la
Tierra! El gastado corazón de María Santos se encabrita en el
viejo pecho: ¡"Panaderos"! No más pastos amarillos: ahora hay una
calle de tierra, con (mellones profundos, con algo de pasto verde en los
bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos... Callecita de
barrio, callecita del recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la
librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de
morirse nunca, enredado en un hilo de teléfono. María Santos está sentada en la
puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más
viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún
balcón cromado, el colmo de la elegancia.
"Panaderos" en
el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes
tan blancas y tan redondas...
"Panaderos"
como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.
¡"Panaderos"! El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.
"Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto... Carlos y Marisa
han detenido el tractor. Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan
a María Santos. Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz...
Mira, parece reírse.
—Sí... ¡Pobre doña
María!...
—Fue una suerte que
pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí... Tenía razón el
que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin
dolor alguno, al contrario...
—¡Abuela!...
¡Abuelita!..
viernes, 4 de mayo de 2012
El Collar Manuel Peyrou
-A fines del siglo XVII- dijo el
escritor Félix Durand, con su modo retórico, lleno de simetrías y
comparaciones-, en una casa de Cannon Row, en el barrio de Westminster, John
Locke opinó que el entendimiento de los individuos era como un cuarto vacío,
que recibía las impresiones de las ideas; dos siglos más tarde Gastón Leroux,
en su escritorio de la redacción de Le Matin, frente al rumoroso boulevard,
pensó que un crimen en una habitación cerrada podía impresionar el
entendimiento de los individuos y escribió El misterio del cuarto amarillo. Había
algunas diferencias: para Locke, la única realidad estaba en el recipiente
estático, en tanto que para Leroux allí solo estaba la apariencia; para Locke
algo había entrado mientras que para Leroux algo habñia salido, lo que, por
alguna razón misteriosa de nuestras preferencias sentimentales, es más
estimulante y dinámico.
/…/
Se detuvo para tomar aliento. Era el
momento propicio. Y todos, por un instante, se interrumpieron entre sí, en su
afán de interrumpirlo. Y a todos se adelantó ella, no tanto por su rapidez,
sino porque Durant, después de mirar fugazmente las caras, la prefirió y la
escuchó, como quien prefiere en el día una onda a otra onda. Un rostro
bronceado, los ojos claros y el cabello rubio ceniciento. La llamaban señora de
Echagüe, y visitaba el club de golf por primera vez, integrando un equipo
rival. La tormenta había inmovilizado a los jugadores en un hall de amplias
ventanas, contra las cuales se obstinaba la lluvia; varios temas habían
languidecido hasta que Durant impuso el suyo.
-Usted había prometido –dijo ella-
contarnos el asunto de la desaparición del collar.
- Sí; pero relátenos los hechos –
logró colaborar el doctor Argüello Soria.
Exageraba su entusiasmo por los
“hechos” porque quería demostrar su seriedad. La seriedad era la llave de su
éxito, junto con los anteojos y el sombrero Orión.
-Les hablé de Gastón Leroux –
continuó Félix Durand, lanzando una mirada pétrea al doctor Argüello Soria - , porque
el collar de Florencia Domselaar desapareció de un cuarto cerrado, vigilado por
mi amigo el inspector Agostini y custodiado por numerosos pesquisantes. Es, más
o menos, sustituyendo crimen por robo, la situación planteada por Leroux en El
misterio del cuarto amarillo. Allí el delito se comete antes de la hora que el
lector imagina. Considerando el factor tiempo, la otra solución a un misterio
en un cuarto cerrado fue dada por Zangwill: el delito se comete después de la
hora que el lector imagina.
El señor Arquímedes Olaguer,
fabricante de tejidos, que jugaba al golf para adelgazar, y su esposa, que
jugaba para impedir que su marido adelgazara con otras mujeres, acercaron sus
sillas.
Ese asunto siempre me interesó –
dijo el fabricante de tejidos-. Se dijo que en la desaparición del collar hubo
algo de sobrenatural.
-El collar desapareció por la fuerza
de la razón- repuso Durand, y sus palabras produjeron una ligera incomodidad,
una molestia leve, pero instantanea.
Todos estaban dispuestos a admitir
alegremente cualquier referencia al milagro, porque no estaban obligados a
creer en él, pero la posibilidad de un engorroso juego de premisas, inferencias
y análisis los aburría de antemano. Por eso se sintieron aliviados cuando el
escritor prometió que develaría el misterio prescindiendo de reminiscencias
literarias y complicaciones retóricas.
- “Florencia Domselaar de Núñez
tenía sesenta años, pero representaba diez menos. Después de una vida de viajes
por Europa se había instalado en Buenos Aires, en un departamento del barrio
Norte. Su única preocupación era su nieta Ernestina Vidal Núñez, joven
autoritaria y vehemente, que vivía con ella desde la muerte de sus padres. Florencia
era una mujer de gustos acentuadamente convencionales; se sometía a lo que
estaba “bien” y huía de lo que estaba “mal”, aceptando el contenido de estos
conceptos sin averiguar su origen. So se le hubiera preguntado quién los
establecía, habría supuesto lógicamente que era alguien que “era bien”. Se
juntaba con amigas que profesaban las mismas normas y, a esa altura de sus
vidas, tomaban los mismos remedios. El tomar remedios que no estuvieran al
alcance del gran público era para ellas un motivo de orgullo secreto. De vez en
cuando, el médico de moda recetaba a Florencia alguna inyección muy costosa,
que aún no llegaba en forma regular de las fuentes de producción. Florencia
derrotaba con eso completamente a sus amigas, ligaba sutilmente el remedio y su
uso con la distinción y la buena cuna y, durante un tiempo, saboreaba su
prestigio con ligero cansancio, como si fuera algo que hasta cierto punto hay
que soportar, como una carga social. Por supuesto, el remedio perdía totalmente
su valor terapéutico cuando se divulgaba que alguna mujer sin apellido también
lo utilizaba.
“La fortuna de Florencia Domselaar
estaba constituída por cuatro casas en el barrio Sur, alquiladas a bajo precio,
trescientas acciones de “labor Regional”, sociedad de crédito agrícola, y el
famoso collar de perlas del mahará de Rasendra, comprado por su marido, el doctor
Napoleón Núñez, en Amsterdam, en 1926. El collar estaba valuado en más de medio
millón de pesos y debía ser entregado a Ernestina Vidal Núñez, como dote, el
día de su casamiento. El casamiento de Ernestina había sido fijado para el
primero de septiembre. Cinco días antes, Florencia se presentó en la división
de investigaciones y denunció que personas desconocidas habían tratado de
violar su pequeña caja de hierro, donde guardaba el collar, en su departamento
de la calle Juncal. El inspector Agostini fue encargado del caso.
“Era un hombre incrédulo y curtido,
el polo opuesto del investigador racionalista de las novelas, pero con bastante
experiencia y espíritu de iniciativa. El inspector visitó el departamento de la
calle Juncal y encontró indicios de una tentativa de robo. Probablemente la
pequeña caja de hierro, en el living, no había sido abierta
por falta de tiempo. Para evitar una segunda incursión, Agostini estableció una
vigilancia constante. El treinta de agosto Florencia se despertó al ruido de
alguien que andaba en la casa, corrió la ventana y llamó al pesquisante que
permanecía en la calle por la noche. El hombre corrió, revisó el departamento y
todos los alrededores, pero no encontró al merodeador. Todo esto hizo que el
inspector redoblara la vigilancia y comprometiera en el caso a su amor propio. Se
resolvió que durante la fiesta posterior a la ceremonia estarían atentos varios
pesquisantes. Se resolvió, además, que los regalos serán exhibidos en la última
pieza del departamento, que sólo tenía una puerta y una pequeña ventana hacia
un patio interior. El inspector insinuó a Florencia que no exhibiera el collar,
pero tropezó con una cortante negativa. La fiesta perdía casi todo su interés
si el famoso collar no era ofrecido a la vista de las amistades.. Además, la
dama quería entregarlo a su nieta en una forma solemne, delante de un grupo
caracterizado de sus amigos, cumpliendo así con el mandandato de su marido.
“El primero de septiembre los
invitados empezaron a llegar a las nueve. A las diez la fiesta estaba en su
apogeo y las luces refulgían en las joyas de las mujeres y en las pecheras
blancas de los hombres. En el último cuarto del departamento se exhibían los
regalos. Había cuatro vitrinas con joyas, objetos de arte, ceramicas y regalos
diversos, y una mesa baja, cubierta con seda roja, donde estaba el collar. Detrás
de la mesa, una repisa con dos floreros grandes, transparentes, llenos de agua
cristalina. No tenían flores. No había otros adornos ni muebles en la pieza,
cuyas paredes, desnudas estaban pintadas de color crema. El inspector Agostini,
después de cerrar la pequeña ventana que daba al patio interior de la casa,
había asegurado la manija de la misma con alambre. En el patio interior estaba
un pesquisante, por si alguien, en un rapto de audacia, rompía el vidrio de la
ventana y arrojaba el collar. La puerta estaba permanentemente vigilada por dos
hombres de confianza. Durante dos horas, los regalos y, especialmente el
collar, fueron admirados por la concurrencia. A las doce de la noche, cuando ya
el baile se desarrollaba con toda animación. Florencia reunió a los amigos más
intimos y procedió a una entrega simbólica del collar a su nieta. Con
estrafalario romanticismo abrió un paquete de cartas de su marido y leyó, con
voz cada vez más ahogada, las frases con que el doctor Napoleón Núñez disponía
el destino de la joya. “Y te pido que el collar que usaste y que usó nuestra
hija sea entregado a nuestra nieta en el día de su matrimonio…” Agostini no oyó
el resto porque la voz de Florencia era casi imperceptible y porque dedicaba
toda su atención al collar. Cuando terminó de hablar, Florencia se enjugó una
lágrima, ajustó el paquete de cartas con un nudo no tan fuerte como el que se
le hacía en la garganta y dio por terminada la ceremonia. Agostini entonces
indicó la conveniencia de cerrar la puerta para dar un descanso a los
pesquisantes. Las personas que habían presenciado el acto y el nuevo matrimonio
fueron invitadas por Florencia a pasar al salón; luego ésta y Agostini dieron
un último vistazo y la primera cerró la puerta con llave. Los dos pesquisantes
fueron autorizados a retirarse por un momento para tomar alguna bebida y el
inspector, mientras tanto, permaneció en la puerta. Media hora después, los
empleados regresaron y relevaron a Agostini, quien entonces se mezcló con la
concurrencia, pues era curioso de los rostros y de la psicología de la gente. A
la una de la mañana Florencia quizo verificar si todo estaba en orden, entró en
la pieza, comprobó que nada faltaba y volvió a salir.
“Una hora después el inspector
Agostini sugirió a la dueña de casa la conveniencia de guardar el collar en la
pequeña caja de hierro que había en el living. Los invitados
empezaban a retirarse y el inspector pensaba dejar un hombre de guardia hasta
el día siguiente, en que la joya sería retirada por su nueva dueña para ser
guardada en el banco.
“Florencia aceptó la proposición y
junto con Agostini se dispuso a entrar a la habitación cerrada. La dama abrió
la puerta y avanzó en la pieza junto con el inspector. De ambas gargantas se
escapó un grito de asombro. ¡El collar había desaparecido! El inspector volvió
sobre sus pasos y encargó a sus dos subalternos que no dejaran salir a nadie. Su
orden era una precaución inútil, pues nadie había entrado ni salido de la pieza
después que ésta quedara cerrada y con vigilancia. Luego cerró nuevamente la
puerta y junto con Florencia revisaron todos los rincones. La ventana que daba
al patio estaba cerrada y el alambre colocado por el inspector no había sido
tocado.”
-Nadie había salido- dijo Durant al
terminar su relato- desde la última inspección hecha por Florencia a la una de
la mañana. El collar desapareció entre la una y las dos, cuando entraron de
nuevo Florencia y el inspector. En ese lapso nadie entró ni salió.
-¡El collar no pudo haberse
esfumado! – dijo con incredulidad el doctor Argüello Soria.
-Yo no emplearía ese verbo- corrigió
Durand-; prefiero decir que desapareció.
-Pero, ¿entonces hubo algo mágico?
-No; salvo que usted llame magia al
juego maravilloso de la mente.
-No me parece bien que usted se
burle de nosotros – dijo con alguna molestia el señor Olaguer.
- No me burlo: afirmo que una
mentalidad superior concibió un robo perfecto, al estilo de los buenos enigmas
policiales…
La joven del rostro armónico y bronceado
preguntó: -Usted tiene una versión del misterio?
-Cómo lo descubrió? – apoyó con
cierta vacilación el fabricante de tejidos.
- El robo no podía haberse efectuado
después de abierta la puerta; la única solución es, pues, que el collar
desapareció antes de cerrada la habitación por última vez. En una palabra, en
vez de unenigma Zangwill hubo un misterio Leroux. Florencia, cuando entró a la
una a verificar la existencia del collar, lo arrojó en uno de los jarrones. Éste
tenía un disolvente y el collar, que era de material plástico, desapareció.
- ¡Entonces no hubo robo! – dijo el
señor Olaguer, y su negativa fue rápidamente reforzada por un gesto de sus
esposa-. Si el collar no tenía valor no era suceptible de ser robado…
- Sí; hubo robo – insitió Durand,
vacilando por primera vez en el curso de su disertación.
Había sorprendido, con embarazo, una
mirada irónica clavada en su rostro. Optó por interrumpir el relato con un
pretexto convencional:
- Hubo robo, pero las personas
vinculadas al hecho pertenecen a círculos… este… Hay cosas que es mejor no
mencionar… Está aclarando. Me parece que me voy a la estación.
Había aclarado, pero ya era
demasiado tarde para jugar. Hubo un rumor de sillas arrastradas y de pasos. Sólo
quedó sentado el fabricante de tejidos, decidido a no moverse hasta conocer el
final de la historia. Pero Félix Durand había ya recuperado su chambergo y
salía por el sendero bordeado de rosales. Sobre los macizos flotaba una luz que
parecía proceder de las rosas y no del sol crepuscular. Una sensación de magia
luchaba en su alma con un creciente sentimiento de culpa. Al llegar a la puerta
oyó la voz clara de la señora de Echagüe y ese taconeo rítmico y duro de las
mujeres esbeltas. Se detuvo. Al llegar, ella le dijo, simplemente:
- Yo también voy a la estación.
- Alcanzaremos el de las siete –
Explicó Durand, solícito.
- No es indispensable –repuso la
joven- podemos caminar despacio.
-Usted tiene que disculparme – dijo
Durand, cuando entraron en la vereda arbolada – sólo al final comprendí que
estaba cometiendo una indiscreción.
- No se preocupe. Yo misma lo
alenté. Además, usted no tenía por qué saber que mi nombre de soltera es Vidal
Núñez. Me molestó que me definiera como autoritaria y vehemente, pero en seguida
me di cuenta de que eso se lo transmitió el comisario. Yo me opuse a que
siguiera la investigación contra mi abuela. De todos modos, yo lo sabía todo…
-Ah! ¿Usted sabe que Florencia
vendió el collar hace años?
-Sí; lo vendió en Europa, en uno de
nuestros viajes. De modo que estuvo bien que usted se refiriera a Gastón
Leroux. Hizo fabricar luego una réplica en material plástico y esperó el día de
mi casamiento, en el que se debía entregar la joya. Pero después pensó que yo
descubriría el engaño e inventó el robo perfecto. Yo acepté la farsa. ¿Para qué
hacerla sufrir? De todos modos, ella se había gastado el dinero conmigo.
Cuando llegaron a la vía férrea el
viento había ya barrido las últimas nubes. El sol resbaló en el cielo y se
hundió detrás de los árboles, agitando sus dedos de luz.
(En La noche repetida. Buenos Aires. Emecé,
1953)
jueves, 3 de mayo de 2012
El conde Drácula Woody Allen
En algún lugar de
Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a
que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la
muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso
que lleva sus iniciales inscritas en plata. Luego, llega el momento de la
oscuridad y, movido por un instinto milagroso, el demonio emerge de la
seguridad de su escondite y, asumiendo las formas espantosas de un murciélago o
un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre de sus víctimas. Por último,
antes de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se
apresura a regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras
vuelve a comenzar el ciclo. Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus
cejas responde a un instinto milenario e inexplicable, es señal de que el sol
está a punto de desaparecer y que se acerca la hora. Esta noche, está
especialmente sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking
y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con
espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de
abrir la tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El
panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El
pensamiento de esta pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con
meticulosidad, excita su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos
segundos de inactividad antes de salir del ataúd y abalanzarse sobre sus
presas. De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se
levanta rápidamente, se metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la
casa de sus tentadoras víctimas.
-¡Vaya, conde Drácula,
qué agradable sorpresa! -dice la mujer del panadero al abrir la puerta para
dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana, entra en la casa ocultando,
con una sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)
-¿Qué le trae por aquí
tan temprano? -pregunta el panadero.
-Nuestro compromiso de
cenar juntos -contesta el conde-. Espero no haber cometido un error. Era esta
noche, ¿no?
-Sí, esta noche, pero
aún faltan siete horas.
-¿Cómo dice? -inquiere
Drácula echando una mirada sorprendida a la habitación.
-¿O es que ha venido a
contemplar el eclipse con nosotros?
-¿Eclipse?
-Así es. Hoy tenemos un
eclipse total.
-¿Qué dice?
-Dos minutos de
oscuridad total a partir de las doce del mediodía.
-¡Vaya por Dios! ¡Qué
lío!
-¿Qué le pasa, señor
conde?
-Perdóneme... debo...
-¿Qué, señor conde?
-Debo irme... Hem...
¡Oh, qué lío!... -y, con frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.
-¿Ya se va? Si acaba de
llegar.
-Sí, pero, creo que...
-Conde Drácula, está
usted muy pálido.
-¿Sí? Necesito un poco
de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...
-¡Vamos! Siéntese.
Tomaremos un buen vaso de vino juntos.
-¿Un vaso de vino? Oh,
no, hace tiempo que dejé la bebida, ya sabe, el hígado y todo eso. Debo irme
ya. Acabo de acordarme que dejé encendidas las luces de mi castillo... Imagínese
la cuenta que recibiría a fin de mes...
-Por favor -dice el
panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de amistad-. Usted
no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.
-Créalo, me gustaría
quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro lado de la
ciudad y me han encargado la comida. -Siempre con prisas. Es un milagro que no
haya tenido un infarto.
-Sí, tiene razón, pero
ahora...
-Esta noche haré pilaf
de pollo -comenta la mujer del panadero-. Espero que le guste.
-¡Espléndido,
espléndido! -dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer sobre un
montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta de un armario,
se mete en él-. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?
-Ja, ja! -se ríe la
mujer del panadero-. ¡Qué ocurrencias tiene, señor conde!
-Sabía que le divertiría
-dice Drácula con una sonrisa forzada-, pero ahora déjeme pasar.
Por fin, abre la puerta,
pero ya no le queda tiempo.
-¡Oh, mira, mamá -dice
el panadero-, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a salir el sol.
-Así es -dice Drácula
cerrando de un portazo la puerta de entrada-. He decidido quedarme. Cierren
todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!
-¿Qué persianas?
-preguntó el panadero.
-¿No hay? ¡Lo que
faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán al menos un sótano en este tugurio?
-No -contesta
amablemente la esposa-. Siempre le digo a Jarslov que construya uno, pero nunca
me presta atención. Ese Jarslov...
-Me estoy ahogando.
¿Dónde está el armario?
-Ya nos ha hecho esa
broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.
-¡Ay... qué ocurrencia
tiene! -Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media. Y, con esas
palabras, el conde entra en el armario y cierra la puerta.
-Ja, ja...! ¡Qué
gracioso es, Jarslov! -Señor conde, salga del armario. Deje de hacer burradas.
Desde el interior del
armario, llega la voz sorda de Drácula. -No puedo... de verdad. Por favor,
créanme. Tan sólo permítanme quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.
-Conde Drácula, basta de
bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.
-Pero, créanme, me
encanta este armario.
-Sí, pero...
-Ya sé, ya sé... parece
raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente le decía a
la señora Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme durante horas. Una
buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus
cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la la, Ramona... En
aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían
decidido hacer una visita a sus buenos amigos, el panadero y su mujer.
-¡Hola, Jarslov! Espero
que Katia y yo no te molestemos.
-Por supuesto que no,
señor alcalde. Salga, conde Drácula. ¡Tenemos visita!
-¿Está aquí el conde?
-pregunta el alcalde, sorprendido.
-Sí, y nunca adivinaría
dónde está -dice la mujer del panadero.
-¡Qué raro es verlo a
esta hora! De hecho, no puedo recordar haberle visto ni una sola vez durante el
día.
-Pues bien, aquí está.
¡Salga de ahí, conde Drácula!
-¿Dónde está? -pregunta
Katia sin saber si reír o no.
-¡Salga de ahí ahora
mismo! ¡Vamos! -La mujer del panadero se impacienta.
-Está en el armario
-dice el panadero con cierta vergüenza.
-¡No me digas! -exclama
el alcalde.
-¡Vamos! -dice el
panadero con un falso buen humor mientras llama a la puerta del armario-. Ya
basta. Aquí está el alcalde.
-Salga de ahí, conde
Drácula -grita el alcalde-. Tome un vaso de vino con nosotros.
-No, no cuenten conmigo.
Tengo que despachar unos asuntos pendientes.
-¿En el armario?
-Sí, no quiero
estropearles el día. Puedo oír lo que dicen. Estaré con ustedes en cuanto tenga
algo que decir.
Se miran y se encogen de
hombros. Sirven vino y beben.
-Qué bonito el eclipse
de hoy -dice el alcalde tomando un buen trago.
-¿Verdad? -dice el
panadero-. Algo increíble.
-¡Dígamelo a mí!
¡Espeluznante! -dice una voz desde el armario.
-¿Qué, Drácula?
-Nada, nada. No tiene
importancia. Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar
esa situación, abre de golpe la puerta del armario y grita:
-¡Vamos, Drácula!
Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!
Penetra la luz del día;
el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se disuelve hasta
convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro
personas presentes. Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del
panadero pega un grito:
-¡Se ha fastidiado mi cena!
-¡Se ha fastidiado mi cena!
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