jueves, 28 de junio de 2012

Bonavena biográfico


Documental sobre Ringo Bonavena, material para grandes escritores como esos dedicados estudiantes de segundo. 

viernes, 25 de mayo de 2012

Incursiones en el "género negro". Franco Sampietro

 Artículo publicado en esta dirección. Muy útil por su claridad para poder completar la tarea de escribir el cuento policial.
El denominado "género negro", en el cine y la literatura, recibe ese mote por su dual condición de "género duro": el pesimismo de sus mensajes, lo rígido de los códigos en que esos mensajes se dicen. En tal sentido, abandera un espacio dominado por sentimientos tales como la farsa, la sospecha, el cinismo y lo fatal; desenvueltos en ciudades perversas poseídas por la traición y el desencanto. Sus historias conllevan un sabor amargo y las relaciones entre los personajes están siempre mediatizadas por el interés de poseer dinero o una parcela de poder; las otras personas no son más que un medio para lograrlo y la mentira es el pan de cada día: allí todo es falso.

Allí los asesinos deambulan como si nada por la calle -son personas corrientes- y también acechan sujetos acusados de un crimen que no cometieron, sobre quienes recae todo el peso de un andamiaje institucional inoperante y falso. Son seres ambiguos, asqueados y conflictivos: casi un antihéroe. Animales nocturnos sin que por ello el público no se identifique, se lanzan ciegamente hacia el encuentro de los hechos y su brutalidad produce nuevos crímenes, que al final se resuelven por la suerte. Tómese el caso de Raymond Chandler, acaso su cima en la pluma: Marlowe es casi un cowboy en la city; por otra parte, no existe héroe del rubro, ya sea detective, periodista, maleante o policía fracasado, que no reciba una paliza y a su turno haga lo mismo: en el momento crucial se juega solo y lo hace poniendo el cuero.

Los tópicos

A la par de sus recios varones arrecian sus mujeres: númenes nocturnos, rostros tensos en cuerpos rotundos u obscenamente angelicales; demasiado de carne y hueso o patéticamente espectrales: al margen de la ley o de este mundo, son la femme fatale dispuesta para lo trucho (Laura, El cartero llama dos veces, La dama de Shangai, La jungla de asfalto, Los sobornados, para el caso del cine, introdujeron de ese modo un arquetipo inolvidable de puta).

Para ellos hace falta una sociedad compleja, donde las apariencias engañen, las tramas del poder sean oscuras y la relación de cada sujeto con la violencia -y la demencia- esté mediada por un halo de normalidad aparente; un espacio donde cada callejón puede ser el último, los muelles invitan a la zambullida final y el departamento es sitio para reuniones inesperadas (escena típica: él entra un segundo descuidado y lo aguarda allí una visita nefasta).

La paranoia es su ideología, hace suyo el aforismo de Poe (el padre del policial): "El universo es la conjura de Dios". Reina, en suma, una ecuación donde la circulación de dinero regula la suma de las relaciones y los contratos posibles. A falta de plata, el motor de la acción es la promesa de sexo. Sexo-dinero por una parte, se complementa con otra equivalencia: política-crimen: cuatro elementos que tejen una trama donde el que busca se empantana en una historia que no es la suya y que debe desbastar sin escrúpulos antes de que se le venga encima.

Y está el problema del logos. El género negro no desprecia al logos, más bien sospecha que al fin y al cabo la verdad reside en las palabras... el asunto es que todos mienten. La razón es simple: el que dice la verdad se compromete; de modo que se habla mucho y a la vez se dice poco. La verdad siempre se ubica en lo no dicho; es entonces que se la saca a las trompadas. Ahora bien, si en el relato policial clásico (o a la inglesa) el modelo básico del discurso es el monólogo: Holmes que se lo explica al azorado Watzon; Poirot que lo desembrolla en el careo; y la apoteosis: el preso Isidro Parodi -inventado por Borges y Bioy- que deduce los casos en base a datos que le acercan a la celda, es decir en el sumun de lo abstracto: matemáticamente. En el negro, por el contrario, el resultado se resuelve por la suerte. Como opina Ricardo Piglia, en las reglas del policial clásico lo que sobresale es el fetiche de la inteligencia pura, valorada como herramienta omnipotente del pensamiento de los correctos e imbatibles personajes encargados de proteger la vida burguesa. Comparando esos principios, es natural que el relato negro resulte "ilegible", "salvaje", porque si en el policial las cosas se deciden a partir de una secuencia lógica de análisis, hipótesis, deducciones, en el otro son los acontecimientos los que llevan las riendas.

Tampoco falta la tentación fascista -no sólo porque el racismo de Chandler sea más notorio que su pasión por los gatos-, dado el culto a la violencia, a la fuerza bruta, al individualismo, al desprecio por los débiles y algunas minorías; la innecesariedad de la muerte; la exaltación del héroe aún cuando se trate de un jacho corrompido y cínico. Tanto énfasis, produjo en Bukowski la mejor caricatura del género en la novela Pulp (nombre del archipopular "papel de pulpa" en que circulaban en los 50’); y la celebrada película Pulp Fiction es casi lo propio, lo mismo que Roger Rabbit. Además, existe en Bolivia la novela magistral de Alison Speding, El viento de la cordillera, suerte de thriller ambientada en El Alto de los ’80, que encaja en el modelo, y que en más de un sentido es perfecta.

Siguiendo a Piglia, son textos para ser leídos como síntomas, más allá del grado de conciencia de sus inventores. Es decir, generan lecturas contradictorias: su terrible cinismo es un crítico implacable. Les basta definir un personaje, describir un ambiente, hurgar en el pasado de una familia honorable, para desenterrar toda la mugre del planeta. Campean distintos espacios de la dinámica social, desde el lumpen que vende la vida de otros (revelando su escondite) por unas pocas monedas, hasta el policía psicótico o el abogado corrupto, incluidas aquellas rémoras y lacras que poseen determinados intereses políticos: implícitamente -acaso inconscientemente- cuestionan de un modo corrosivo la institución de la Justicia. Su génesis lo corrobora: Los asesinos, el cuento de Hemingway que juega lo mismo que Los crímenes de la calle Morgue de Poe, contiene ya los códigos del negro. Son dos sórdidos matones que llegan a Chicago a matar a un ex boxeador al que no conocen, y en ese crimen que no se explica ni se descifra (y que aparenta una versión bastarda de un esquema armonioso y "fino") está ya el nuevo enfoque ("de mal gusto") y la técnica narrativa futura: predominio del diálogo, relato de conducta, acción espontánea, escritura directa y objetiva.

Tómese el caso exquisito del cine, sobre todo después de 1945: prevalecen los espacios cerrados (idóneos para el trabajo de la psicología) y las salas de espejos (que dilatan lo obsesivo); hay una ausencia de líneas horizontales (las oblicuas y verticales producen mayor tensión compositiva del cuadro); marcos divisorios como puertas, ventanas y cortinas (que ocultan amenazas); columna sonora de ruidos urbanos: frenadas de gomas, teléfonos sonando para nada, disparos al vacío, silencios notorios y pasos impredecibles: un jánico estilo psicológicamente realista/visualmente abstracto. Si a ello se suma el fin del happy end, se adquiere un objeto de agudas distorsiones para el contexto. Para redondear: autores que no eran necesariamente revolucionarios -más bien oportunistas; reaccionarios muchos- generaron un producto más convulsivo que la mayoría de las estéticas de choque; amén de su eficacia cuantitativa: cuánto más público acapara.

La ciudad como cárcel

Y un último elemento: la noción de la ciudad como una cárcel. Tómese Casablanca: Rick Deckar (Bogart más duro que nunca) y un grupo de refugiados atrapados en un antro marroquí en el fragor de la Segunda Guerra (cueva de ladrones, criminales e indocumentados) esperan el salvoconducto para volar a Lisboa. Su mundo se ha vuelto insoportable como consecuencia del enfrentamiento bélico y esa caterva de ambiguos no quiere sacrificios: no aguarda más que un modo vil de salir de esa realidad de hierro. Hay otro "Rick", más actualizado, que no tiene escapatoria: el cine de Blade Runner es más negro y los años no han pasado en vano. Atrapado en Los Angeles del 2.019, el valiente melancólico que corre por el filo de la navaja no tiene opciones. Está atrapado en la Tierra, mientras los privilegiados han podido emigrar a Marte; no hay avión a Lisboa y sólo resta sobrevivir entre la basura. Harrison Ford es un duro detective desfasado, taciturno y de gabardina en la mugre del siglo XXI, un mundo superpoblado y decadente. Su tarea es perseguir a los Nexus 6, la última generación de androides humanoides. El pecado de "los replicantes" (los robots) es el de todo existencialista: querer saber quién es, de dónde viene, cuánto tiempo le queda y por qué, y finalmente revelarse contra la falta de respuestas. Cualquier coincidencia entre los replicantes y uno mismo es intencional y tiene un efecto desbastador en nuestra cabeza. Por otro lado, el runner no tiene ni siquiera el privilegio de un enemigo al cual poder identificar a las claras con el mal; la melancolía de As the time goes by ha sido reemplazada por los sonidos inquietantes de Vangelis sobre el paisaje de Los Angeles reflejado en una pupila, sobre la que irrumpen, como espasmos, llamaradas de fuego.

Las dos son arquetipos del género y una y otra son mitos que no dejan de brillar; Casablanca de Michael Curtis y Blade Runner de Ridley Scott (basada en la novela del mítico -y místico- Philip K. Dik, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) son películas nacidas de la destrucción y la decadencia, y sin embargo, sus personajes son más reales que en la vida real. Sus situaciones, asimismo, no son más inverosímiles que las de la guerra antiterrorista, las crisis globales de la periferia, el consumismo del primer mundo o la paranoia de las metrópolis del tercero: espacios descompuestos de gente alterada sin chance de escapar de la marginación, la locura y la miseria, gobernada por una TV que refleja la tristeza y la neurosis del planeta, y una pesadilla política a lo Kafka. ¿Quién inventa una salida?

Franco Sampietro

lunes, 14 de mayo de 2012

El eclipse, de Augusto Monterroso


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de Sol. Y dispuso, en lo más intimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el Sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un Sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

domingo, 13 de mayo de 2012

Gracias y desgracias... de Quevedo

Para poder conectar información y tener una idea más cercana de lo que sucedía históricamente en la época de la conquista, decídí trabajar este texto de uno de los escritores más brillantes y potentes de la literatura española: Francisco de Quevedo.
Como el propósito de este año es visitar el humor en la literatura, pueden leer las Gracias y desgracias del  ojo del culo

domingo, 6 de mayo de 2012

Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar al muerto)




I
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
II
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
-Yo no -dijo el primer portugués.
-Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
-Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

III
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

IV
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
-Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
-Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
-¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

V
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
-Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
-Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
-Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

VI
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
-Yo tampoco -dijo el primer portugués.
-Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
-El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

VII
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
-Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
-La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
-Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

VIII
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
-Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
-Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
-Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

IX
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
-Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
-Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
-Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

X
-Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
-Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
-Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
-Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

XI
-Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
-¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
-No, señor -dijo Daniel Hernández.
-¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
-Sí, señor -dijo Daniel Hernández.


XII

     -Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.
Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo."
"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."
El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.
FIN

El árbol de la buena muerte. Héctor Germán Oesterheld



María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol. Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol. Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños. Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol. María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado. Tuf-tuf-tuf. Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos. El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir. María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Laico, el ingeniero aquel; Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada. ¿No les hacía faltar nada? Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos. El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló. No. Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión. No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela... Porque María Santos no se adaptaría nunca —hacía mucho que había renunciado a hacerlo—, a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mejor que en la Tierra; de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!... ¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto!
—¿Duermes, abuela? —Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía. Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven. Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra. Claro, Roberto, no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires —la capital—, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca. Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación. Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta. Da gusto verlos: ya no son jóvenes pero están contentos. Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto. Tuf-tuf-tuf... El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano; María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada. Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes: por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras. Algo pasa delante de los ojos de María Santos. Un golpe de viento quiere despeinarla. María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa por delante. Allí viene otro. Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos... ¡"Panaderos"! ¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra! El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"! No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con (mellones profundos, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos... Callecita de barrio, callecita del recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo de teléfono. María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.
"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas...
"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia. ¡"Panaderos"! El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso. "Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto... Carlos y Marisa han detenido el tractor. Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos. Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.
—Sí... ¡Pobre doña María!...
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario...
—¡Abuela!... ¡Abuelita!..


viernes, 4 de mayo de 2012

El Collar Manuel Peyrou



 
-A fines del siglo XVII- dijo el escritor Félix Durand, con su modo retórico, lleno de simetrías y comparaciones-, en una casa de Cannon Row, en el barrio de Westminster, John Locke opinó que el entendimiento de los individuos era como un cuarto vacío, que recibía las impresiones de las ideas; dos siglos más tarde Gastón Leroux, en su escritorio de la redacción de Le Matin, frente al rumoroso boulevard, pensó que un crimen en una habitación cerrada podía impresionar el entendimiento de los individuos y escribió El misterio del cuarto amarillo. Había algunas diferencias: para Locke, la única realidad estaba en el recipiente estático, en tanto que para Leroux allí solo estaba la apariencia; para Locke algo había entrado mientras que para Leroux algo habñia salido, lo que, por alguna razón misteriosa de nuestras preferencias sentimentales, es más estimulante y dinámico.
/…/
Se detuvo para tomar aliento. Era el momento propicio. Y todos, por un instante, se interrumpieron entre sí, en su afán de interrumpirlo. Y a todos se adelantó ella, no tanto por su rapidez, sino porque Durant, después de mirar fugazmente las caras, la prefirió y la escuchó, como quien prefiere en el día una onda a otra onda. Un rostro bronceado, los ojos claros y el cabello rubio ceniciento. La llamaban señora de Echagüe, y visitaba el club de golf por primera vez, integrando un equipo rival. La tormenta había inmovilizado a los jugadores en un hall de amplias ventanas, contra las cuales se obstinaba la lluvia; varios temas habían languidecido hasta que Durant impuso el suyo.
-Usted había prometido –dijo ella- contarnos el asunto de la desaparición del collar.
- Sí; pero relátenos los hechos – logró colaborar el doctor Argüello Soria.
Exageraba su entusiasmo por los “hechos” porque quería demostrar su seriedad. La seriedad era la llave de su éxito, junto con los anteojos y el sombrero Orión.
-Les hablé de Gastón Leroux – continuó Félix Durand, lanzando una mirada pétrea al doctor Argüello Soria - , porque el collar de Florencia Domselaar desapareció de un cuarto cerrado, vigilado por mi amigo el inspector Agostini y custodiado por numerosos pesquisantes. Es, más o menos, sustituyendo crimen por robo, la situación planteada por Leroux en El misterio del cuarto amarillo. Allí el delito se comete antes de la hora que el lector imagina. Considerando el factor tiempo, la otra solución a un misterio en un cuarto cerrado fue dada por Zangwill: el delito se comete después de la hora que el lector imagina.
El señor Arquímedes Olaguer, fabricante de tejidos, que jugaba al golf para adelgazar, y su esposa, que jugaba para impedir que su marido adelgazara con otras mujeres, acercaron sus sillas.
Ese asunto siempre me interesó – dijo el fabricante de tejidos-. Se dijo que en la desaparición del collar hubo algo de sobrenatural.
-El collar desapareció por la fuerza de la razón- repuso Durand, y sus palabras produjeron una ligera incomodidad, una molestia leve, pero instantanea.
Todos estaban dispuestos a admitir alegremente cualquier referencia al milagro, porque no estaban obligados a creer en él, pero la posibilidad de un engorroso juego de premisas, inferencias y análisis los aburría de antemano. Por eso se sintieron aliviados cuando el escritor prometió que develaría el misterio prescindiendo de reminiscencias literarias y complicaciones retóricas.
- “Florencia Domselaar de Núñez tenía sesenta años, pero representaba diez menos. Después de una vida de viajes por Europa se había instalado en Buenos Aires, en un departamento del barrio Norte. Su única preocupación era su nieta Ernestina Vidal Núñez, joven autoritaria y vehemente, que vivía con ella desde la muerte de sus padres. Florencia era una mujer de gustos acentuadamente convencionales; se sometía a lo que estaba “bien” y huía de lo que estaba “mal”, aceptando el contenido de estos conceptos sin averiguar su origen. So se le hubiera preguntado quién los establecía, habría supuesto lógicamente que era alguien que “era bien”. Se juntaba con amigas que profesaban las mismas normas y, a esa altura de sus vidas, tomaban los mismos remedios. El tomar remedios que no estuvieran al alcance del gran público era para ellas un motivo de orgullo secreto. De vez en cuando, el médico de moda recetaba a Florencia alguna inyección muy costosa, que aún no llegaba en forma regular de las fuentes de producción. Florencia derrotaba con eso completamente a sus amigas, ligaba sutilmente el remedio y su uso con la distinción y la buena cuna y, durante un tiempo, saboreaba su prestigio con ligero cansancio, como si fuera algo que hasta cierto punto hay que soportar, como una carga social. Por supuesto, el remedio perdía totalmente su valor terapéutico cuando se divulgaba que alguna mujer sin apellido también lo utilizaba.
“La fortuna de Florencia Domselaar estaba constituída por cuatro casas en el barrio Sur, alquiladas a bajo precio, trescientas acciones de “labor Regional”, sociedad de crédito agrícola, y el famoso collar de perlas del mahará de Rasendra, comprado por su marido, el doctor Napoleón Núñez, en Amsterdam, en 1926. El collar estaba valuado en más de medio millón de pesos y debía ser entregado a Ernestina Vidal Núñez, como dote, el día de su casamiento. El casamiento de Ernestina había sido fijado para el primero de septiembre. Cinco días antes, Florencia se presentó en la división de investigaciones y denunció que personas desconocidas habían tratado de violar su pequeña caja de hierro, donde guardaba el collar, en su departamento de la calle Juncal. El inspector Agostini fue encargado del caso.
“Era un hombre incrédulo y curtido, el polo opuesto del investigador racionalista de las novelas, pero con bastante experiencia y espíritu de iniciativa. El inspector visitó el departamento de la calle Juncal y encontró indicios de una tentativa de robo. Probablemente la pequeña caja de hierro, en el living, no había sido abierta por falta de tiempo. Para evitar una segunda incursión, Agostini estableció una vigilancia constante. El treinta de agosto Florencia se despertó al ruido de alguien que andaba en la casa, corrió la ventana y llamó al pesquisante que permanecía en la calle por la noche. El hombre corrió, revisó el departamento y todos los alrededores, pero no encontró al merodeador. Todo esto hizo que el inspector redoblara la vigilancia y comprometiera en el caso a su amor propio. Se resolvió que durante la fiesta posterior a la ceremonia estarían atentos varios pesquisantes. Se resolvió, además, que los regalos serán exhibidos en la última pieza del departamento, que sólo tenía una puerta y una pequeña ventana hacia un patio interior. El inspector insinuó a Florencia que no exhibiera el collar, pero tropezó con una cortante negativa. La fiesta perdía casi todo su interés si el famoso collar no era ofrecido a la vista de las amistades.. Además, la dama quería entregarlo a su nieta en una forma solemne, delante de un grupo caracterizado de sus amigos, cumpliendo así con el mandandato de su marido.
“El primero de septiembre los invitados empezaron a llegar a las nueve. A las diez la fiesta estaba en su apogeo y las luces refulgían en las joyas de las mujeres y en las pecheras blancas de los hombres. En el último cuarto del departamento se exhibían los regalos. Había cuatro vitrinas con joyas, objetos de arte, ceramicas y regalos diversos, y una mesa baja, cubierta con seda roja, donde estaba el collar. Detrás de la mesa, una repisa con dos floreros grandes, transparentes, llenos de agua cristalina. No tenían flores. No había otros adornos ni muebles en la pieza, cuyas paredes, desnudas estaban pintadas de color crema. El inspector Agostini, después de cerrar la pequeña ventana que daba al patio interior de la casa, había asegurado la manija de la misma con alambre. En el patio interior estaba un pesquisante, por si alguien, en un rapto de audacia, rompía el vidrio de la ventana y arrojaba el collar. La puerta estaba permanentemente vigilada por dos hombres de confianza. Durante dos horas, los regalos y, especialmente el collar, fueron admirados por la concurrencia. A las doce de la noche, cuando ya el baile se desarrollaba con toda animación. Florencia reunió a los amigos más intimos y procedió a una entrega simbólica del collar a su nieta. Con estrafalario romanticismo abrió un paquete de cartas de su marido y leyó, con voz cada vez más ahogada, las frases con que el doctor Napoleón Núñez disponía el destino de la joya. “Y te pido que el collar que usaste y que usó nuestra hija sea entregado a nuestra nieta en el día de su matrimonio…” Agostini no oyó el resto porque la voz de Florencia era casi imperceptible y porque dedicaba toda su atención al collar. Cuando terminó de hablar, Florencia se enjugó una lágrima, ajustó el paquete de cartas con un nudo no tan fuerte como el que se le hacía en la garganta y dio por terminada la ceremonia. Agostini entonces indicó la conveniencia de cerrar la puerta para dar un descanso a los pesquisantes. Las personas que habían presenciado el acto y el nuevo matrimonio fueron invitadas por Florencia a pasar al salón; luego ésta y Agostini dieron un último vistazo y la primera cerró la puerta con llave. Los dos pesquisantes fueron autorizados a retirarse por un momento para tomar alguna bebida y el inspector, mientras tanto, permaneció en la puerta. Media hora después, los empleados regresaron y relevaron a Agostini, quien entonces se mezcló con la concurrencia, pues era curioso de los rostros y de la psicología de la gente. A la una de la mañana Florencia quizo verificar si todo estaba en orden, entró en la pieza, comprobó que nada faltaba y volvió a salir.
“Una hora después el inspector Agostini sugirió a la dueña de casa la conveniencia de guardar el collar en la pequeña caja de hierro que había en el living. Los invitados empezaban a retirarse y el inspector pensaba dejar un hombre de guardia hasta el día siguiente, en que la joya sería retirada por su nueva dueña para ser guardada en el banco.
“Florencia aceptó la proposición y junto con Agostini se dispuso a entrar a la habitación cerrada. La dama abrió la puerta y avanzó en la pieza junto con el inspector. De ambas gargantas se escapó un grito de asombro. ¡El collar había desaparecido! El inspector volvió sobre sus pasos y encargó a sus dos subalternos que no dejaran salir a nadie. Su orden era una precaución inútil, pues nadie había entrado ni salido de la pieza después que ésta quedara cerrada y con vigilancia. Luego cerró nuevamente la puerta y junto con Florencia revisaron todos los rincones. La ventana que daba al patio estaba cerrada y el alambre colocado por el inspector no había sido tocado.”
-Nadie había salido- dijo Durant al terminar su relato- desde la última inspección hecha por Florencia a la una de la mañana. El collar desapareció entre la una y las dos, cuando entraron de nuevo Florencia y el inspector. En ese lapso nadie entró ni salió.
-¡El collar no pudo haberse esfumado! – dijo con incredulidad el doctor Argüello Soria.
-Yo no emplearía ese verbo- corrigió Durand-; prefiero decir que desapareció.
-Pero, ¿entonces hubo algo mágico?
-No; salvo que usted llame magia al juego maravilloso de la mente.
-No me parece bien que usted se burle de nosotros – dijo con alguna molestia el señor Olaguer.
- No me burlo: afirmo que una mentalidad superior concibió un robo perfecto, al estilo de los buenos enigmas policiales…
La joven del rostro armónico y bronceado preguntó: -Usted tiene una versión del misterio?
-Cómo lo descubrió? – apoyó con cierta vacilación el fabricante de tejidos.
- El robo no podía haberse efectuado después de abierta la puerta; la única solución es, pues, que el collar desapareció antes de cerrada la habitación por última vez. En una palabra, en vez de unenigma Zangwill hubo un misterio Leroux. Florencia, cuando entró a la una a verificar la existencia del collar, lo arrojó en uno de los jarrones. Éste tenía un disolvente y el collar, que era de material plástico, desapareció.
- ¡Entonces no hubo robo! – dijo el señor Olaguer, y su negativa fue rápidamente reforzada por un gesto de sus esposa-. Si el collar no tenía valor no era suceptible de ser robado…
- Sí; hubo robo – insitió Durand, vacilando por primera vez en el curso de su disertación.
Había sorprendido, con embarazo, una mirada irónica clavada en su rostro. Optó por interrumpir el relato con un pretexto convencional:
- Hubo robo, pero las personas vinculadas al hecho pertenecen a círculos… este… Hay cosas que es mejor no mencionar… Está aclarando. Me parece que me voy a la estación.
Había aclarado, pero ya era demasiado tarde para jugar. Hubo un rumor de sillas arrastradas y de pasos. Sólo quedó sentado el fabricante de tejidos, decidido a no moverse hasta conocer el final de la historia. Pero Félix Durand había ya recuperado su chambergo y salía por el sendero bordeado de rosales. Sobre los macizos flotaba una luz que parecía proceder de las rosas y no del sol crepuscular. Una sensación de magia luchaba en su alma con un creciente sentimiento de culpa. Al llegar a la puerta oyó la voz clara de la señora de Echagüe y ese taconeo rítmico y duro de las mujeres esbeltas. Se detuvo. Al llegar, ella le dijo, simplemente:
- Yo también voy a la estación.
- Alcanzaremos el de las siete – Explicó Durand, solícito.
- No es indispensable –repuso la joven- podemos caminar despacio.
-Usted tiene que disculparme – dijo Durand, cuando entraron en la vereda arbolada – sólo al final comprendí que estaba cometiendo una indiscreción.
- No se preocupe. Yo misma lo alenté. Además, usted no tenía por qué saber que mi nombre de soltera es Vidal Núñez. Me molestó que me definiera como autoritaria y vehemente, pero en seguida me di cuenta de que eso se lo transmitió el comisario. Yo me opuse a que siguiera la investigación contra mi abuela. De todos modos, yo lo sabía todo…
-Ah! ¿Usted sabe que Florencia vendió el collar hace años?
-Sí; lo vendió en Europa, en uno de nuestros viajes. De modo que estuvo bien que usted se refiriera a Gastón Leroux. Hizo fabricar luego una réplica en material plástico y esperó el día de mi casamiento, en el que se debía entregar la joya. Pero después pensó que yo descubriría el engaño e inventó el robo perfecto. Yo acepté la farsa. ¿Para qué hacerla sufrir? De todos modos, ella se había gastado el dinero conmigo.
Cuando llegaron a la vía férrea el viento había ya barrido las últimas nubes. El sol resbaló en el cielo y se hundió detrás de los árboles, agitando sus dedos de luz.
 
(En La noche repetida. Buenos Aires. Emecé, 1953)